Las penurias de Fidel y el Che a bordo del Granma
México, 25 de noviembre de 1956. Cubierto con una larga capa, Castro supervisa la carga del barco bajo la lluvia: 2.000 naranjas, 48 latas de leche condensada, una caja de huevos... comienza el viaje más mitificado de la dictadura cubana
Río Tuxpan (México), 25 de noviembre de 1956. Cubierto con una larga capa, Fidel Castro supervisa la carga bajo una lluvia intensa. Las provisiones son escasas: 2.000 naranjas, dos jamones rebanados, 48 latas de leche condensada, una caja de huevos, 100 tabletas de chocolate y cuatro kilos de pan. Todo para 82 expedicionarios. Daba comienzo uno de los episodios más recordados y ensalzados por el régimen castrista en los últimos 50 años: la odisea del Granma.
Hace exactamente 57 años que este pequeño yate de recreo, convertido en monumento nacional, partía desde el puerto de Tuxpan, en el Golfo de México, para iniciar lo que Fidel Castro, su hermano Raúl, el médico Ernesto «Che» Guevara y otros 72 rebeldes desaliñados llamaban la «liberación de Cuba» del «monstruo sanguinario» de Batista. Era el inicio de la Revolución cubana… que acabó en una de las dictaduras más largas del siglo XX.
A mediados de septiembre de 1956, un amigo mexicano de los expedicionarios, Antonio Conde, le dijo a Fidel: «Quiero ir hasta río Tuxpan para ver un yate que quiero comprar». Cuando el joven Fidel vio la embarcación, aseguró: «Este es el barco que me va a llevar a Cuba». Y así lo hizó, a pesar de que le intentaron convencer de que era una embarcación demasiado pequeña e inadecuada para una expedición de 82 hombres. «Nadie conseguía decirle no a Fidel», reconocía Conde en la biografía del «Che» escrita por Reginaldo Ustariz.
«¡Déjese usted de bravadas, coño!»
El mayor de los Castro estaba tan eufórico que incluso se había atrevido a retar a Batista en una declaración pública 10 días antes –«Voy a Cuba con mi Ejército de Liberación. Vamos a desembarcar un día de estos y a iniciar la guerra contra ese monstruo sanguinario»–, por la que fue reprendido por su compañero Alberto bayo: «¡Pero déjese usted de bravadas, coño! Qué esto no es cachondeo».
El Granma, una abreviación de «abuela» en inglés, medía menos de 14 metros y tenía una única cubierta. Apenas tuvieron tiempo de arreglarle el motor y el embrague, que patinaba. No parecía ni de lejos el mejor vehículo para iniciar un Golpe de estado. El plan era provechar la huelga general que los grupos opositores a Batista desatarían en La Habana y extenderían a toda la isla unos días más tarde, pero poco después de zarpar se dieron cuenta de que no llegarían a tiempo.
Nada más zarpar, el oleaje comenzó a barrer la cubierta e inundar todos los recovecos del barco. Comenzaban las dificultades. Se pasaron medio viaje achicando el agua a baldazos, durante seis días insoportables y desmoralizadores. Sobre todo el quinto, que era el previsto para desembarcar y comenzar la invasión. «Hoy es 30 de noviembre, ya deberíamos haber llegado. ¿Me quieren decir qué mierda hacemos acá?», preguntó deprimido uno de los agotados tripulantes. Nadie contestó, aunque todos pensaban lo mismo.
Sin combustible ni alimentos
Nadie hubiera dicho que aquellos hombres se habían pegado por embarcar rápido en Tuxpan, cuando corrió el rumor de que no iban a caber todos. Las fuerzas estaban por los suelos, mientras el Granma continuaba navegando con su bandera rojinegra izada en la popa, las luces apagadas y amenazado por un fuerte temporal. «En aquel pedazo de tabla no se podía dar un paso», contó Sanchez Amaya, años después, en la biografía del «Che» escrita por Hugo Gambini, convertida en best-seller en Argentina.
El 1 y 2 de diciembre, el barco aún daba vueltas buscando desesperadamente la luz del faro de cabo Cruz, en Cuba, pero la situación era catastrófica. El combustible, los alimentos y el agua prácticamente se habían agotado. Pero con las primeras luces del alba de aquel día 2, y nada más intuir la isla a lo lejos, Fidel, angustiado, ordenó avanzar a toda velocidad hacia la costa. Antes de llegar, el Granma encalló en un enorme manglar, con tan mala suerte que, a sólo dos kilómetros, había una playa en la que hubieran podido desembarcar sin contratiempos. «La peor ciénaga de la que jamás haya visto u oído hablar», escribió Raúl Castro en su diario.
Utilizaron el bote auxiliar para llevarse las armas del Granma, pero no aguantó el peso y se hundió en el cieno con su valioso cargamento. Todo eran calamidades, según contó Castro años después: «Más de cuatro horas sin parar apenas para atravesar aquel infierno. Los expedicionarios sólo lograron avanzar 500 metros por cada hora de fatigoso andar». La costa, en aquel fango, parecía inalcanzable.
Sorprendidos por el Ejército de Batista
Nada más hundirse en el lodo e iniciar la marcha hacia tierra firme, comenzaron a escuchar el fuego del Ejército de Batista, por lo que Fidel Castro, que por aquel entonces tenía 31 años, ordenó que cada hombre se olvidara de su equipo y se salvara. «Explosivos, provisiones de municiones, víveres y medicinas tuvieron que ser abandonados», según la versión del desembarco reconstruida por Leo Huberman y Paul M. Sweezy
«Constituíamos un ejército de sombras, de fantasmas, que caminaban como siguiendo el impulso de un oscuro mecanismo psíquico», recordaba el «Che» años después.
Al llegar a la costa ya casi había amanecido. Había que salir de allí cuanto antes para que no les divisaran los aviones, por lo que Fidel arengó a gritos al resto de rebeldes: «¡Iremos a las montañas. Hemos llegado a Cuba y triunfaremos!». Pero nadie se creía semejante perorata. Acababan de perder todo el equipo en aquella ciénaga y caminaban con botas nuevas que les provocaban llagas, sin víveres y con un cansancio feroz. ¿A qué montaña iban a trepar si no tenían fuerzas ni para seguir andando en el llano? Pero lo hicieron.
Aquel sólo fue el comienzo, hace ahora 55 años. Pero aún quedaban otros tres de lucha en la selva… y más medio siglo de dictadura.
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