sábado, 30 de noviembre de 2013

Los Primordiales

Primero fue la oscuridad del vacío más absoluto, en el que soplaban fríos vientos del espacio
cósmico.
Luego unas formas vagas, monstruosas y etéreas se agitaron en el sórdido escenario de la nada, como si la oscuridad hubiera adoptado una forma material. El viento siguió soplando hasta que se formó un vórtice, una pirámide giratoria de rugiente negrura, del que salió la Forma y la Dimensión. Y de pronto, como si fueran nubes, las tinieblas se desvanecieron y una enorme ciudad de piedra de color verde oscuro se alzó a orillas de un río caudaloso que fluía por una planicie sin límites. Por aquella ciudad se movían unos seres de formas extrañas. Aunque fundidos en el molde de la humanidad, se veía claramente que no eran hombres. Tenían alas y eran de dimensiones gigantescas.
No provenían de una rama del misterioso tronco cuya evolución culminó con el ser humano, sino que se trataba del fruto maduro de un árbol diferente y extraño.
Aparte de sus alas, aquellos seres se parecían físicamente al hombre en la misma medida
en que éste se parece a los grandes monos. En desarrollo espiritual, estético e intelectual
eran superiores al hombre de la misma manera que éste es superior al gorila. Pero cuando construyeron su gigantesca ciudad, los primitivos antepasados del hombre aún no habían surgido del limo de los océanos primordiales.
Estos seres eran mortales, del mismo modo que lo es todo lo que está hecho de carne y
sangre. Nacían, amaban y morían, si bien vivían muchísimos años.
Entonces, después de incontables millones de años, se inició el Cambio. El paisaje tembló
como si fuera una imagen proyectada en una cortina agitada por el viento. Las eras pasaron por la ciudad y el campo al igual que fluyen las olas en el mar, y cada una de ellas produjo grandes cambios. En algún lugar del planeta se estaban alterando los centros magnéticos; los enormes glaciares y los campos de hielo se desplazaron hacia los nuevos polos.
El litoral del gran río también se alteró. Las llanuras se convirtieron en pantanos en los que pululaban asquerosos reptiles. Donde se extendían fértiles praderas, surgieron primero bosques y luego densas selvas. Las transformaciones obraron también sobre los habitantes de la ciudad, si bien éstos no emigraron hacia nuevas tierras. Razones incomprensibles para el hombre los retuvieron ligados a su funesto destino.
Y mientras aquella tierra, que antes fuera rica y poderosa, se hundía cada vez más en el negro cieno de la sombría selva, el caos se abatió sobre los habitantes de la ciudad. Terribles convulsiones estremecieron la tierra; las noches eran espeluznantes y los volcanes en erupción se recortaban como rojas columnas de fuego en el oscuro horizonte. Después de un terremoto que sacudió desde las murallas exteriores hasta las torres más altas de la ciudad, el río adquirió un color negro durante varios días; alguna sustancia letal se había escapado de las profundidades subterráneas; una terrible transformación química se produjo en las aguas que
las gentes habían bebido durante milenios.
Muchas personas murieron después de beber aquellas aguas, pero quienes sobrevivieron sufrieron un cambio paulatino, tan sutil como aterrador. Al tener que adaptarse a las nuevas condiciones del medio, se hundieron muy por debajo de su nivel original. Pero las aguas letales provocaron en ellos una alteración mucho más terrible, y las nuevas generaciones se volvieron cada vez más bestiales.
Los que habían sido dioses alados se convirtieron en demonios sin alas, con todo el vasto conocimiento de sus antepasados, pero distorsionado y pervertido de manera espantosa e infernal. Del mismo modo que habían alcanzado niveles muy superiores a los que la humanidad puede soñar, se hundieron más bajo de lo que se podía concebir en las peores pesadillas. Morían pronto, víctimas de su propio canibalismo, y en medio de las tinieblas de la medianoche estallaban en la selva tremendas peleas. Por último, entre las ruinas cubiertas por líquenes, entre los escombros de lo que había sido su esplendorosa ciudad, sólo quedó un ser, un cuerpo agazapado y deforme, una horrenda perversión de la naturaleza.
Luego aparecieron los primeros seres humanos: hombres de piel oscura y rostro aguileño, que llevaban arneses de cobre y cuero y utilizaban arcos; se trataba de los guerreros de la prehistórica Estigia. Eran tan sólo cincuenta hombres agotados, demacrados y hambrientos a causa del prolongado esfuerzo; estaban sucios y cubiertos de arañazos y de vendajes manchados de sangre seca. La suya era una historia de guerras y derrotas, de una huida ante una tribu más fuerte que los llevó cada vez más hacia el sur, hasta que se perdieron en el gran océano de la selva y del mar.




(de Robert E. Howard)

0 comentarios:

Publicar un comentario